Rúbrica
Andrés Manuel López Obrador seguiría en el PRI
Por Aurelio Contreras Moreno
Desde que comenzó el sexenio fue evidente, obvia, la intención del régimen de la
pretendida “cuarta transformación” por destruir el sistema electoral que,
irónicamente, le permitió arribar al poder.
Y más irónico y lamentable aún es que ese entramado institucional que permitió
tener elecciones más confiables –en comparación con lo que se tenía antes de la
década de los 90- fue impulsado especialmente por la izquierda democrática del
país, la que provenía de la lucha social e incluso la que se había desarrollado
dentro del propio sistema priista, del que se escindió en 1987 con la salida de
Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo del Partido Revolucionario
Institucional.
La lucha que esa izquierda y el propio Partido Acción Nacional encabezaron por
décadas para hacerse escuchar, para acceder a espacios de representación
popular y para competir legítima, legal y equitativamente por el poder encontró la
ruta a través de la ciudadanización del árbitro con la creación del Instituto Federal
Electoral, hecho que por sí mismo marcó un cambio radical respecto de lo que
sucedía en los comicios anteriores a su configuración.
El fraude, la violencia política, el predominio absoluto de un partido hegemónico y
la simulación de democracia –la “dictadura perfecta”, como la llamó el escritor
Mario Vargas Llosa en esa misma época- eran lo único a lo que se pudo aspirar
en México desde finales de la década de los 20, con la fundación del Partido
Nacional Revolucionario –la primera transformación del PRI- como mecanismo
para repartir el poder entre los jefes militares y los caciques que habían
sobrevivido a las dos décadas del conflicto armado de la Revolución Mexicana.
La válida sospecha de fraude en las elecciones de 1988 –cuando se le “cayó el
sistema” de votación a Manuel Bartlett, hoy “ínclito” protagonista del supuesto
“cambio verdadero”- obligó al régimen priista a abrir el juego electoral, como ya en
1977 se había visto orillado a hacer una reforma política, luego que José López
Portillo “contendió” por la Presidencia sin oposición alguna.
No se trató por supuesto de una graciosa concesión del régimen encabezado
entonces por Carlos Salinas de Gortari ni fue a causa de un ánimo democrático
que claramente no tenía, sino para legitimar a su presidencia dentro y fuera del
país.
La creación del IFE y la apertura política obligada rindió frutos paulatinamente, no
sin enfrentar las resistencias de un régimen que se negaba a ir hacia una
inevitable transición democrática, que comenzó a cristalizarse propiamente en
1997, cuando por primera vez el PRI pierde la mayoría absoluta en la Cámara de
Diputados y la izquierda gana la primera elección de Jefe de Gobierno de la
Ciudad de México, y que alcanzó su cenit en el 2000, cuando el tricolor es
derrotado –y lo reconoce- en los comicios presidenciales de ese año y entrega el
poder.
El funcionamiento de esas instituciones creadas a instancias de la sociedad
mexicana –que fue la que al final de cuentas presionó para que existiera una
competencia democrática real- permitió que la alternancia en el poder fuera una
realidad en todas las regiones del país, en estados y municipios. Y si bien los
comicios de 2006 –y varios más a nivel local- también estuvieron cubiertos por la
sospecha del fraude –que nunca se comprobó fehacientemente-, los ajustes y las
restricciones constitucionales que siguieron y que también fueron impulsados
decididamente desde la izquierda partidista fueron la llave para dos alternancias
presidenciales más. La última, indiscutible, en 2018, cuando por primera vez en su
historia esa izquierda –o lo que se suponía que lo era- accedió al poder
presidencial.
Pretender ahora retroceder a un estadio totalmente anacrónico, en el que se
desbarate todo lo construido durante las últimas cuatro décadas y se coloque a
México en las mismas condiciones en que estaba no cuando arribó al poder
Salinas, sino cuando lo hizo López Portillo, constituye una verdadera traición
histórica, una autonegación del sentido de la propia existencia del
lopezobradorismo y de lo que le permitió participar en unas elecciones.
Sin esas instituciones que hoy pretende destruir Andrés Manuel López Obrador
con su propuesta de reforma electoral, el PRI se estaría acercando al centenario
de gobernar ininterrumpidamente, en el Congreso de la Unión solo habría
diputados y senadores de ese partido, la izquierda seguiría proscrita y a los
críticos se les seguiría dando trato de “traidores a la patria”. Que es exactamente
lo que sucederá si se llega a aprobar lo que pretende el presidente.
Es más, Andrés Manuel López Obrador seguiría en el PRI.
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